Abstract

El 11 de marzo de 2020 puede considerarse como el punto de partida en el que se materializarían un sinfín de cambios en el orden social, económico y político del mundo. La declaración de la Organización Mundial de la Salud (OMS) del nuevo brote de coronavirus (COVID-19) como una pandemia significó una afronta para la humanidad, que debió prepararse para una emergencia de salud pública de esa dimensión (OMS, 2020). En este contexto, conforme avanzó la pandemia y la consecuente entrada en vigor de medidas para mitigar la propagación del virus, en diversos países se obligó a las personas a resguardarse en casa, lo que a la postre impactaría en la forma en la que una buena parte de las personas desarrollaban sus actividades laborales. Con este panorama, las organizaciones se vieron obligadas a emprender acciones alternativas para mantener su operación. Al respecto, los gobiernos y las organizaciones públicas no resultaron ajenas a la necesidad de modificar sus formas de trabajo, suspender la atención de trámites y/o servicios que demandaba la sociedad, así como la obligación de enviar a las personas servidoras públicas a sus hogares para atender las recomendaciones emitidas por las autoridades sanitarias. En este marco, el teletrabajo fue una medida emergente que permitió continuar algunas de las actividades productivas. Según detalla la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en el segundo semestre de 2020, el peor momento de la crisis sanitaria, en América Latina y el Caribe cerca de 23 millones de personas transitaron hacia este modelo de trabajo a distancia.

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